La bellísima condesa Báthory nació en 1650 en el seno de una familia muy rica hungara y en el transcurso de al menos 10 años asesinó, violó y torturó a más de 650 jovencillas virgenes de entre 12 y 18 años.
Debido a una perversión sádica y sexual, la condesa sentía especial atracción por la sangre. Su primera víctima fue una joven sirvienta que cuando estaba peinando a la Condesa le propinó un accidental tirón. Mandó tras ello que cortasen las venas de la aterrorizada niña y que metiesen su sangre en una bañera para que pudiera bañarse en ella y poder así rejuvenecer su piel.
A partir de ese momento, los baños de sangre serían su gran obsesión, hasta el punto de recorrer los Cárpatos en carruaje acompañada por sus doncellas en busca de jóvenes hembras a quienes engañaban prometiéndoles un empleo como sirvientas en el castillo. Si la mentira no resultaba, se procedía al secuestro drogándolas o azotándolas hasta que eran sometidas a la fuerza. Una vez en el castillo, las víctimas eran encadenadas y acuchilladas en los fríos sótanos bien por un verdugo, un sirviente o por la propia Condesa, mientras las víctimas se desangraban y llenaban su bañera.
Una vez dentro de la pila, hacía que derramasen la sangre por todo su cuerpo, y al cabo de unos minutos, para que el tacto áspero de las toallas no frenase el poder de rejuvenecimiento de la sangre, ordenaba que un grupo de sirvientas elegidas por ella misma lamiesen su piel. Si estas mostraban repugnancia o recelo, las mandaba torturar hasta la muerte. Si por el contrario reaccionaban de forma favorable, la Condesa las recompensaba.
Salvo algunas interferencias barrocas -tales como la «Virgen de hierro», la muerte por agua (sumergir a una muchacha en agua fría y dejarla en remojo toda la noche). o la jaula- la condesa adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico que se podría resumir así:
Se escogían varias muchachas y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un geiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?). También los muros y el techo se teñían de rojo.
Cuando la condesa colaboraba arrancaba con gran ímpetu la carne -en los lugares más sensibles- mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, las fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y continuó fustigándola aunque estaba muerta) y un largo etc de creativas torturas.
Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas y guarradas diversas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; la sala de torturas; las tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.)
Algunos aldeanos, testigos entonces de los gritos estremecedores que se oían salir del lugar, empezaron a extender rumores por todo el pueblo de que algo raro sucedía allí, hasta que finalmente unos cuantos pueblerinos se encontraros con los restos mutilados de más de una docena de cuerpos sin vida y armaron una revuelta insistiendo en que el castillo estaba maldito, que era además una residencia de vampiros y quejándose ante el mismisimo soberano.
Abrumado por las pruebas y después de largas vacilaciones, porque no era sencillo tocar a alguien noble de la época, decidió tomar severas medidas y encargó al poderoso palatino Thurzó que indagara los luctuosos hechos de Csejthe y castigase a la culpable.
En compañía de sus hombres armados, Thurzó llegó al castillo sin anunciarse. En el subsuelo, desordenado por la sangrienta ceremonia de la noche anterior, encontró un bello cadáver mutilado y dos niñas en agonía. No es esto todo. Aspiró el olor a cadáver; miró los muros ensangrentados; vio «la Virgen de hierro», la jaula, los instrumentos de tortura, las vasijas con sangre reseca, las celdas -y en una de ellas a un grupo de muchachas que aguardaban su turno para morir y que le dijeron que después de muchos días de ayuno les habían servido una cierta carne asada que había pertenecido a los hermosos cuerpos de sus compañeras muertas…
La condesa, sin negar las acusaciones de Thurzó, declaró que todo aquello era su derecho de mujer noble y de alto rango, pero «no coló» y Báthory, aún contando con el privilegio de pertenecer a la nobleza y ser amiga personal del rey Húngaro, fue condenada por éste mismo a una muerta lenta:
La emparedaron en el dormitorio de su castillo, dejándole una pequeña ranura por la cual le daban algunos desperdicios como comida y un poco de agua. Murió a los cuatro años de permanecer en esa tumba, sin intentar comunicarse con nadie ni pronunciar la mínima palabra. Nunca demostró arrepentimiento. Nunca comprendió por qué la condenaron. El 21 de agosto de 1614, un cronista de la época escribía: Murió al anochecer, abandonada de todos.